DELITO, AMOR, DESESPERACION

DELITO, AMOR, DESESPERACION

Un hombre de 80 años, intuyendo su próxima muerte, huyó del hospital para despedirse de su mujer y familia. En otro caso, familiares y amistades sacaron de una morgue un cadáver para darle el último adios. La peste no da tregua y los protocolos lastiman hasta los sentimientos más profundos.

 

Como si no fuera demasiado para los pobres enfermarse de Covid 19 y ser internado en un hospital público con innumerables carencias, el enfermo transita – tal vez en sus últimos momentos en esta vida – el peor de los ostracismos. Lejos de sus seres queridos. Impedidos de visitarlo, atenderlo, mimarlo mientras vive. Ni despedirlo cuando muere.

Tal vez, lejos de cualquier pretensión de apología criminal, quienes sufren la cercanía o concreción del dolor de la muerte, en absoluto quieren delinquir. Apenas, solamente, saludar, dar un postrero beso, santiguarse, despedir en la práctica humana que nos distingue de otros seres vivos.

El ser humano es el único que – desde la creación divina o el inicio de la cultura, cuida, despide y entierra a sus amores. Ante las convicciones de Dios o de la evolución milenaria, y el maravilloso y terrible amor, de poco sirven los protocolos 2020.

“Si tengo que morir…”

Ochenta años, enamorado de los Valles Calchaquíes, de su mujer, sus hijos, nietos, bisnietos. Al vallisto J.C, de ochenta años, lo internaron en el hospital “Nuestra Señora del Rosario” de Cafayate (Salta, Argentina), la pasada mañana del pasado lunes 12 de octubre. Supuestamente con diagnóstico de coronavirus.

Enseguida se habrá dado cuenta que la enfermedad, además de llevarlo a la muerte, conduciría a que su “viejita” ni nadie de su familia pudiesen visitarlo. Tal vez pensó que antes de morir, debía despedirse. “Si tengo que morir, que sea con vos”, tal vez pensó, por ella.

En la soledad del cuarto hospitalario, J.C no lo dudó. Se desprendió de los cables, bajó de la cama de internación y salió del hospital. Caminó rumbo a su casa, pero, cansado, cerca del río Chuscha, vió un remis y le pidió que lo lleve a su casa, en Animaná. Apenas a quince kilómetros.

En el control vehícular, dicen, lo reconocieron y dejaron pasar. Poco después, tras la denuncia de los médicos, fue buscado por la Policía.

Nuevamente se encuentra internado. En grave estado. El remisero y cercanos están aislados.

Como un príncipe

Ramón Juarez, murió en el hospital hospital Juan Domingo Perón, de Tartagal, infartado. Había sido internado el viernes a la tarde. El certificado de defunción dice COVID-19.

“El estaba enfermo del corazón”, aseguró, llorando, la hija del hombre de 69 años . Cuando los médicos le dijeron a la familia – quien no pudo asistirlo – la imposibilidad de entregarles el cuerpo y la obligación protocolar de quemar el cadáver, sin presencia de cercanos, ellos decidieron otro modo.

Fueron alrededor de 20 personas quienes entraron en la morgue. Los cinco guardías de seguridad nada pudieron hacer. Cargaron el cuerpo en una camioneta y llevaron al padre a su casa, para velarlo.

“Nos llevamos el cadáver de mi papá de la morgue, lo metimos en casa, lo bañamos y lo vestimos. Lo dejamos hecho un príncipe. Después lo enterramos”, habría dicho sus hija.

Aún se desconoce donde fue enterrado.

 

DEVOLUCION

En la denuncia que realizó el hospital de Tartagal aclararon que, tras unas horas del retiro del cuerpo de Juárez, dos personas se acercaron y devolvieron la camilla en la que se habían llevado al muerto.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *